viernes, 25 de noviembre de 2016

Malestar socioeconómico (5): dominancia de efectos contractivos


Un error común en los análisis económicos de coyuntura es plantear que la economía argentina no reacciona, aludiendo a la actual recesión. Por el contrario, sí que reacciona: lo que estamos viendo en estos meses es la reacción previsible a un programa económico que castigó el poder adquisitivo y afectó el consumo (2/3 de la actividad dependen de él), lo que se pone en evidencia en indicadores como las ventas minoristas (ver datos arriba; click para agrandar). En esencia, transfirió recursos hacia sectores concentrados de la economía o bien favoreció la rentabilidad de rubros importantes pero de bajo efecto contagio al resto (por ello, no hay brotes verdes a nivel macro, sino bolsones de bienestar). Además, no logró dinamizar la inversión a un punto que pueda compensar el efecto contractivo dominante. 

Lo que el gobierno nacional presenta como gradualismo, el tejido social lo percibe como ajuste o shock, que paradójicamente convive con un déficit aún mayor que el del último año de la gestión de Cristina Fernández (por varios factores combinados: en lugar de achicar el gasto para bajar el déficit, lo que se cambió fue el destino del gasto, y además hubo desfinanciamiento relativo, al resignar el gobierno determinados recursos, como el caso de la baja de retenciones a sectores específicos). Así, contra lo que hubiera pedido pensarse, el resultado fiscal primario a nivel nacional viene empeorando (ver datos abajo; click para agrandar). En este marco, un punto crítico es la fragilidad sistémica del programa económico. En lugar de desendeudamiento externo y endeudamiento interno + emisión (la alternativa elegida por el gobierno anterior), Cambiemos ha optado por la vía de un endeudamiento externo rampante, lo cual enfrenta riesgos palpables. Argentina debería crecer a tasas entre 7% y 8% anual para hacer frente a los compromisos que se están tomando a ese nivel de tasas, algo inviable no sólo por la crisis autoinfligida en la que la actual política económica metió al país, sino impensable en un mundo que transita una fase de baja actividad que, de cara al futuro, tiene más chances de profundizarse que de revertirse (efecto Trump mediante). 

Por ello, no es extraño que el peligro de colapso señalado por el ex ministro Roberto Lavagna haya calado hondo en la agenda de estos días. El stock de deuda en dólares de las provincias aumentó un 22% en los primeros 8 meses del año y el de la Nación lo hizo casi el 2%. Así, el ratio deuda/PBI ronda el 60% (era del 45% en 2013). Las tasas que pagó la Nación rondan el 7% a plazos de hasta 30 años y las provincias un promedio de 8,5% a 8 años de plazo: después de Trump, lo más probable es que seguir endeudándose se encarezca más. Para un crecimiento sostenible, la industria y los servicios deberían sumarse al incipiente despegue del campo, pero nada en los datos duros actuales sugiere que eso esté cerca de suceder, más bien al contrario. El escenario general oscila entre la estanflación y una recesión abierta; como vimos en el post anterior, la inflación no está domada a tenor de los datos reales ni tampoco a nivel perceptivo (el rebrote inflacionario de octubre disparó la expectativa de inflación a futuro). José Simonella, presidente del Consejo Profesional de Ciencias Económicas (CPCE), planteó oportunamente que “la inflación no está controlada, porque el déficit fiscal no está controlado, y porque en las expectativas de la gente no está que la inflación va a bajar (… ) El nivel de deuda en relación con el PIB (Producto Interno Bruto) no es alarmante, comparado con otros países. Lo preocupante es que sólo se usa sólo para gastos corrientes y no para inversión, que es lo que mejora la competitividad de la economía”

Para peor, contra la prédica del gobierno de privilegiar la inversión al consumo, la primera tampoco repunta. A principios de este mes, el Centro de Estudios Económicos Orlando Ferreres informó que la inversión bruta interna cayó en septiembre, en términos de volumen físico, un 5,7% en relación a igual mes del año anterior, y acumuló en nueve meses un descenso de 2% interanual. Según la consultora, "con este registro, la inversión se posicionó en el 19,8% del Producto Bruto Interno (PBI) medido a precios constantes", precisando que el volumen invertido en setiembre fue de 7.721 millones de dólares y sumó en nueve meses un monto de 63.505 millones. Así, la inversión "volvió a mostrarse negativa luego de una aparente pero no consolidada recuperación en agosto. Algunos factores que se comportaron positivamente el mes pasado como la inversión en equipos durables de producción de origen importado no lograron sostenerse y cayeron fuertemente (…) el proceso de salida de un período recesivo como el que enfrenta Argentina en los últimos años aún genera incertidumbre, mostrando marcados rasgos de volatilidad", y sostuvo que "ello impacta en la previsibilidad de largo y mediano plazo, afectando los niveles de inversión". En ese marco, frustradas las expectativas de recuperación económica y lluvia de inversiones en el segundo semestre, el concepto sustituto al que apeló el gobierno (el de los “brotes verdes”) se choca contra datos duros contractivos generalizados, lo que instala un horizonte de alto riesgo para los próximos meses y de cara a un año electoral como será el 2017. El 2016 cerrará con caída del PBI, inversión, el consumo y el poder adquisitivo, y una inflación en torno al 40%: un panorama todavía peor al riesgo de “kicillofización” que algunos analistas plantearon oportunamente.



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