Todas las encuestas son fotos de un momento determinado, lo que acota
su valor predictivo (y que da lugar a múltiples malentendidos por parte de quienes
ignoran este dato básico). Esa limitación lleva a acumular mediciones en el
tiempo, lo que en metodología de la investigación se llama diseño longitudinal:
equivale a acumular una serie sucesiva de fotos para crear la ilusión de una película
y así observar la evolución de las variables en el tiempo.
A estas consideraciones se añade otra, no de menor importancia: las estacionalidades. Existen períodos donde se desaconseja medir, dado que sesgan las mediciones. Desde las fiestas de fines de diciembre hasta enero inclusive se da un período de ese tipo, dado que el universo del cual se extrae la muestra para una encuesta no se comporta en esos momentos de manera “normal” (estadísticamente hablando). Nombremos sólo dos razones: una parte de la población está de vacaciones, con la cual no puede ser seleccionada probabilísticamente para integrar una muestra (premisa básica para la representatividad de la encuesta por muestreo, dado que en teoría todos los miembros del universo deben tener “equiprobabilidades” de ser seleccionados para ser parte de la muestra); el estado de ánimo está influenciado por un contexto atípico, que también influye en las respuestas.
En tercer término, hay otros contextos donde se desaconseja medir: los enrarecidos. Pensemos, por ejemplo, en hacer una encuesta sobre la imagen de los choferes después de un paro sorpresivo de transporte, o preguntar cuál es la imagen del intendente después de esa medida de fuerza. Sin duda, habría un sesgo negativo en ambas variables. Entiéndase que se desaconseja la medición no porque las respuestas que se obtengan no sean genuinas, sino porque parte de ellas reflejan un estado de ánimo que no necesariamente se sostiene en el tiempo. Por lo tanto, puede medirse (de hecho, muchas veces los interesados insisten en la necesidad de contar con los datos más allá de las anteriores consideraciones), pero no es prudente extrapolar los resultados de esa medición a los períodos posteriores a la misma. Necesariamente, habrá que volver a medir para ver cómo las variables reaccionan después de terminado el episodio en cuestión.
Los tres puntos anteriores son premisas que vienen a cuento respecto a
las mediciones (e interpretaciones) que vienen circulando a propósito del caso
Nisman. Sin duda, la muerte del fiscal detonó múltiples repercusiones en la
opinión pública y reemplazó en la agenda el morbo generado por el caso Lola. Se
trata, sin duda, de dos hechos bien distintos (uno no parece revestir
implicancias políticas, el otro sin dudas sí), pero similares en cuanto a su
fertilidad para generar opinión, hipótesis e especulaciones en la sociedad,
esto es, “doxa”, respecto a asuntos que en su matriz estrictamente judicial
competen a la “episteme” (conocimiento científico y fundado). Es absolutamente
legítimo y entendible que cada quien opine lo que le venga en gana, pero la
dilucidación del asunto sólo podrá hacerse vía episteme, nunca vía doxa.
También es legítimo medir y hacer encuestas al respecto, pero no hay que perder
de vista que esas mediciones (y las interpretaciones que se generen al
respecto) están limitadas por la misma técnica, por la estacionalidad y por el
contexto enrarecido. Volveremos sobre este punto en el próximo post.
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