Chávez protagonizó un fenómeno
fascinante para los analistas de opinión pública: un liderazgo carismático y popular, dotado de gran oratoria, aptitudes histriónicas y capacidades (tanto estratégicas como tácticas), muy por encima de sus competidores y adversarios, pero
también (y éste es uno de los desafíos que afronta hoy el chavismo) hasta ahora perceptivamente
superiores a sus pares dentro del proyecto bolivariano.
Ese cóctel se combinó en
una personalidad avasallante, de aquellas que ningún consultor puede tratar de moderar
(aunque desee hacerlo considerando que tal moderación es en provecho del
proceso político que ese líder encarna) y también imposible de encuadrar en un
manual de imagen y campaña. En Chávez puede reconocerse su perspicacia
para captar, en el contexto del nuevo siglo, el potencial de la comunicación
política directa con el electorado (un arte en el que luego ingresaron otros
mandatarios, con suerte diversa) y también su conciencia del papel central que
juega el aparato estatal en la conducción de la política económica y en la
construcción de la hegemonía electoral.
Esto partió de un diagnóstico acertado:
Venezuela era un país con millones de electores que no tenían manera de
expresarse políticamente, por el formato de un sistema bipartidista concebido para el
gatopardismo al infinito, donde los partidos tradicionales se alternaban en el
poder sin que nada cambiara para grandes masas de excluidos. Como Perón, Chávez se montó sobre esa
fractura, de ninguna manera la creó (como sostienen sus detractores), y así hizo estallar el mapa político tradicional, creando una nueva y vigorosa fuerza.
Sobre el
reconocimiento de esas mayorías postergadas, el bolivariano constituyó
una hegemonía electoral casi incontestable durante 14 años. También como Perón, esa hegemonía le valió críticas desde las corrientes de opinión que valoran más el republicanismo
asociado sólo a los atributos formales de la democracia, en desmedro de los
elementos sustantivos de inclusión que caracterizaron (y caracterizan)
históricamente a todos los populismos democráticos de la región.
En esas
falencias se pueden inscribir los avances sobre otros poderes (como la
Justicia), el uso desembozado de los medios públicos a favor del oficialismo y
la falta de controles. A esos elementos, el chavismo opone sus palpables méritos en el plano social: eliminación del analfabetismo, acceso de las
grandes mayorías a la salud y educación, y una indiscutible reducción de la desigualdad
social, más allá de los vaivenes asociados a la alta dependencia que la
economía venezolana tiene del petróleo (lo que podría anotarse como otra de las
materias pendientes de la revolución bolivariana: la transición hacia una matriz
productiva más diversificada).
La figura de Chávez también se agiganta
puesta en contraste con la chatura y mediocridad de sus adversarios, que
llegaron al extremo de un golpe de Estado efímero por carecer de la habilidad
para construir una alternativa electoral competitiva. Ese error, por fortuna, no
debería repetirse considerando el éxito relativo que logró Henrique Capriles como
candidato único de la oposición en las últimas elecciones presidenciales
(quedando apenas a 11 puntos de Chávez). Esto también lo acerca a Perón (de
quien Chávez se confesaba lector), quien solía decir que él parecía tan bueno menos
por serlo que por el hecho de que los que habían venido luego de él habían sido
peores.
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