miércoles, 6 de marzo de 2013

Hugo Chávez, 1954-2013


Chávez protagonizó un fenómeno fascinante para los analistas de opinión pública: un liderazgo carismático y popular, dotado de gran oratoria, aptitudes histriónicas y capacidades (tanto estratégicas  como tácticas), muy por encima de sus competidores y adversarios, pero también (y éste es uno de los desafíos que afronta hoy el chavismo) hasta ahora perceptivamente superiores a sus pares dentro del proyecto bolivariano. 

Ese cóctel se combinó en una personalidad avasallante, de aquellas que ningún consultor puede tratar de moderar (aunque desee hacerlo considerando que tal moderación es en provecho del proceso político que ese líder encarna) y también imposible de encuadrar en un manual de imagen y campaña. En Chávez puede reconocerse su perspicacia para captar, en el contexto del nuevo siglo, el potencial de la comunicación política directa con el electorado (un arte en el que luego ingresaron otros mandatarios, con suerte diversa) y también su conciencia del papel central que juega el aparato estatal en la conducción de la política económica y en la construcción de la hegemonía electoral. 

Esto partió de un diagnóstico acertado: Venezuela era un país con millones de electores que no tenían manera de expresarse políticamente, por el formato de un sistema bipartidista concebido para el gatopardismo al infinito, donde los partidos tradicionales se alternaban en el poder sin que nada cambiara para grandes masas de excluidos. Como Perón, Chávez se montó sobre esa fractura, de ninguna manera la creó (como sostienen sus detractores), y así hizo estallar el mapa político tradicional, creando una nueva y vigorosa fuerza.

Sobre el reconocimiento de esas mayorías postergadas, el bolivariano constituyó una hegemonía electoral casi incontestable durante 14 años.  También como Perón, esa hegemonía le valió críticas desde las corrientes de opinión que valoran más el republicanismo asociado sólo a los atributos formales de la democracia, en desmedro de los elementos sustantivos de inclusión que caracterizaron (y caracterizan) históricamente a todos los populismos democráticos de la región. 

En esas falencias se pueden inscribir los avances sobre otros poderes (como la Justicia), el uso desembozado de los medios públicos a favor del oficialismo y la falta de controles. A esos elementos, el chavismo opone sus palpables méritos en el plano social: eliminación del analfabetismo, acceso de las grandes mayorías a la salud y educación, y una indiscutible reducción de la desigualdad social, más allá de los vaivenes asociados a la alta dependencia que la economía venezolana tiene del petróleo (lo que podría anotarse como otra de las materias pendientes de la revolución bolivariana: la transición hacia una matriz productiva más diversificada).

La figura de Chávez también se agiganta puesta en contraste con la chatura y mediocridad de sus adversarios, que llegaron al extremo de un golpe de Estado efímero por carecer de la habilidad para construir una alternativa electoral competitiva. Ese error, por fortuna, no debería repetirse considerando el éxito relativo que logró Henrique Capriles como candidato único de la oposición en las últimas elecciones presidenciales (quedando apenas a 11 puntos de Chávez). Esto también lo acerca a Perón (de quien Chávez se confesaba lector), quien solía decir que él parecía tan bueno menos por serlo que por el hecho de que los que habían venido luego de él habían sido peores.

Sin embargo, a diferencia de Perón, quien declaró al pueblo como su único heredero, Chávez preparó, consciente de su futuro inexorable, las condiciones de su sucesión, nominando al ex canciller Nicolás Maduro como su delfín. Esto  da un mensaje de continuidad hacia adentro del proceso bolivariano en Venezuela pero también de coherencia hacia la región, dado que Maduro ha sido durante los últimos 6 años el encargado de las relaciones exteriores con los países latinoamericanos. 

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